Rosa María Palacios: periodismo con cachita
A algunos los recuerdo de mi niñez, a otros no. Pero su fama me llegó más claramente por lo que conversaban mis papás sobre la fascinación hipnótica que producían en aquellos años. Leyendas de la televisión noticiosa como Ernesto García Calderón e Iván Márquez, o de la radio como Miguel Humberto Aguirre se me hacían personajes solemnes, almidonados y anodinos.
Representaron una escuela antigua del periodismo, basada en la idea de que las noticias se visten de cuello y corbata. No se permitían una sonrisa, un comentario ocurrente ni del fino ni menos del burdo. Los programas noticiosos en esa época eran una línea continua e inalterable, sin valles ni montes.
Comparando aquella época con la de hoy, las diferencias se perciben de lejos, aun sin haber sido testigos presenciales. Esto último, debo reconocerlo, hace de la mía una opinión con argumentos incompletos.
Lo que sí se puede notar es que hoy los programas noticiosos han sido profundamente influenciados por otros bloques "estelares" de la programación televisiva. Ya sea si vemos programas concurso, humorísticos o de espectáculos, todos ellos, que son fiel reflejo de lo que manda el rating, se asemejan a los noticiosos en una cosa: el que haga mayor fanfarria, gana.
Claro que, dependiendo de conductores y productores, estos actos reflejos frente al bendito diapasón - sincronizado al ritmo del "meter" en tiempo real -, se dan a diferentes niveles.
Vemos así conductoras de televisión que ya no se ocultan tras un pupitre de madera de roble, sino que se muestran desde medio cuerpo hasta de cuerpo entero, dependiendo de sus "aptitudes" frente a las cámaras, con cruce de piernas incluido. O vemos a comentaristas deportivos que parecieran haber sido sobreestimulados en sus cursos de oratoria hasta el punto de que el televidente corre el riesgo de ser devorado vivo o golpeado por una mandíbula voladora. Pero el mejor recurso de todos para ganar rating es la cachita, más sofisticada, sutil y propia de aquellos pocos con ingenio y agudeza mental suficientes para manejarla.
Rosa María Palacios calza perfectamente en esta versión de periodismo. Su estilo se relaciona profundamente con su personalidad: no podemos concebir que exista nadie en el mundo que pueda representar tan bien ese papel sin ser precisamente esa su manera de ser.
Rosa María Palacios es la versión mejorada de lo que César Hildebrandt hizo mucho años antes: la puesta en evidencia del invitado frente al público, sin asco y en su cara pelada. Sólo que el estilo de Hildebrandt era más sobrio (aunque sus pataletas son también memorables). El estilo de Rosa María Palacios va más allá: mientras te regala una sonrisita jacarandosa, te ensarta un aguja donde más te duele, al tiempo que su voz se dispara a decibeles astronómicos, gesto imposible en Hildebrandt.
A muchos aquel estilo se les antoja irrespetuoso - pienso yo más por motivos misóginos, muy probables en una sociedad machista como la nuestra-. A mi no me lo parece. Ese mismo estilo ha desenmascarado muchas verdades encubiertas por gente confiada en su impunidad o en su espejismo megalomaníaco, regalado por muchos periodistas endebles y aduladores a cambio de exclusivas.
Pero cierto es que también llega a empalagar tanta agudeza - también por eso de los decibeles - matizada de un impostado maternalismo que puede sublevar el ego de más de uno..
La innegable verdad es que Rosa María Palacios es todo un éxito, con lo relativo que eso podría sonar en nuestro medio. No sólo es la fundadora de este estilo periodístico sino su mejor representante. Y su éxito no es casualidad, pues se enmarca perfectamente en nuestra idiosincracia. Para tener éxito aquí, una de las cosas que debes demostrar es que "tienes calle", que eres más que listo, que antes de que te la hagan tú la haces y que a ti nadie te gana en floro en tu barrunto.
Pero como todo, esto también tiene su lado no muy alentador. Lo primero que se nota es la incapacidad para conciliar criterios, los propios con los ajenos. Una desesperación flamígera por tener siempre la razón, poner la cereza sobre el helado y darle la última chupada al mango. La formación profesional de Rosa María Palacios le da herramientas de sobra para imponerse argumentativamente frente a la gran mayoría de sus entrevistados (los políticos no son la casta más culta de nuestra sociedad, que digamos), pero su carácter utiliza esas herramientas para elaborar frases categóricas e inapelables, dentro de un discurso perfectamente lógico y hasta creíble, pero que termina produciendo en quienes no tiene el privilegio de haber contado con esa misma formación, la engañosa sensación de que todo lo que dice tiene necesariamente que ser cierto, no porque lo sea, sino por cómo lo dice.
Llegar a la verdad es uno de los pilares del periodismo. Pero defender la propia sin ánimo conciliador no produce otra cosa que espejismos de verdad. La lucha por la primicia hace esta tara aun más peligrosa, pues se tiende a deducirlo todo en público antes de cotejarlo en privado, confiándose en la propia sabiduría (término debatible para referirse al conocimiento puro). "Yo lo dije primero", es la consigna, no importa a que precio. Y así también las aclaraciones, correcciones y desagravios se hacen más improbables.
El estilo del periodismo con cachita ha llegado para quedarse, porque está en un entorno favorable, donde la subordinación del criterio ajeno con relación al propio son cosa de todos los días.
El periodismo con cachita tiene cada vez más representantes, mientras que la posibilidad de una sociedad donde los ideales de convivencia, empatía - más que tolerancia - y respeto genuino en todo sentido se alejan cada vez más de ella.
"Los periodistas no tenemos ningún poder", se seguirá escuchando y muchos seguirán asimilando sin chistar, como axioma casi bíblico.
Pero mientras lo más fácil siga siendo abrir la boca buscando sólo ser escuchado antes que escuchar y nunca dar el beneficio de la duda sobre lo que no se tiene conocimiento, la verdad propia será dicha queriendo ser impuesta como verdad única.
Pero cuando se escuche e internalice lo que la otra orilla arroje, por más ancho que sea el valle; cuando se bajen narices y se eliminen muletillas que conminan a la genuflexión del libre albedrío y se entienda que no hay mayor enriquecimiento personal que la inclusión de otros aportes de criterio en nuestro bagaje personal, entonces nuestra sociedad podrá empezar el verdadero desarrollo con bases firmes en la apertura, la confianza y respeto recíproco.
El periodismo con cachita puede ser más divertido, pero pone su cuota de freno a una sociedad que da signos de retroceso. Tampoco se trata de volver a gestos insípidos, pero sí de moderarse.
Quienes son fuente de información y opinión tienen la responsabilidad (aunque muchas veces la quieran escatimar) de ayudarnos a mejorar como comunidad. Ser brillante no es carta blanca, todo lo contrario; hace más pesada esta deuda social.